Un asiduo lector desatrofia su imaginación, el poder de concentración y abstracción, su capacidad de comprensión y reflexión. Un buen ministro es un buen lector y un buen lector tiene siempre abierto un buen libro.
Hoy existen señales del poco valor que la sociedad moderna le da a un ministro del evangelio. El concepto que se tenía de él, posterior a la reforma, era la de uno de los hombres más preparados de la comunidad; y era respetado como uno de los líderes con mayor impacto en la opinión pública, y además se consultaba para recibir su consejo en asuntos de interés para la comunidad. Esa imagen se ha ido perdiendo drásticamente, con algunas honrosas excepciones. Encuestas han revelado que los ministros ocupan un lugar muy bajo en algunas comunidades en comparación con los médicos, los banqueros, los hombres de ciencia, líderes militares, educadores, directores de corporaciones, siquiatras, y aún más abajo que los motivadores sociales, vendedores o consultores de horóscopos.
Algunos posibles motivos son: una predicación que no pasa de simples anécdotas y moralejas vacías; una pobre imagen del llamado; de sí mismo; de sus motivos; de la iglesia y de la comunidad, por parte del ministro.
¿Cuál es la imagen que se espera del ministro moderno?
Es la de uno, que se busca como a un médico; que da soluciones como un buen político; que hace tantas relaciones como un abogado; que ve tantas personas como un especialista; que es tan buen ejecutivo como el rector de una universidad; es la de un diplomático capaz de mediar entre conservadores y liberales, derecha e izquierda, jóvenes y viejos, y mucho más que todo eso, uno que tiene un mensaje de Dios para su generación. Para ello debe conocer la sociedad donde desarrolla su ministerio: una sociedad más urbanizada, con mayor sentido de organización, más preparada secularmente, compleja, y muy disputada por polí- ticos, vendedores e ideólogos; una sociedad sin carácter ni definición, cada día con más tendencia humanista y menos humana; con crisis de valores y de fe; una sociedad consumista, hedonista, narcisista y ego centrista; tendiente al individualismo, escéptica, atea y materialista; una humanidad postmoderna decepcionada de los modelos sociales, políticos y económicos; y al borde del colapso por las drogas, el alcohol y la inmoralidad; una sociedad que necesita a Dios urgentemente.
Para responder a tan grande necesidad, un ministro del evangelio debe ser, por vocación, un lector consumado. Debe saber quién es él y cuál es su misión. La Biblia, al describir su persona y su quehacer, le impone la imperiosa necesidad de ser un buen lector para convertirse en un experto en cada faceta de su trabajo: es el mensajero, pastor, colaborador de Dios, perito arquitecto, administrador de los misterios de Dios; un atleta, embajador en nombre de Cristo, entrenador, modelo, labrador, discípulo, ministro, predicador, maestro, sacerdote, supervisor, etc.
Los ministros más destacados en la historia de la iglesia fueron hombres que cultivaron el hábito de la lectura, usaron todo lo que tenían a su disposición y fomentaron un apetito devorador por los libros y los pergaminos. Mateo dice, citando a Cristo: …todo escriba docto en el reino de los cielos es semejante a un padre de familia, que saca de su tesoro cosas nuevas y cosas viejas (Mateo 13:52). Pablo pide a Timoteo que traiga el capote que había dejado en Troas con Carpo… y los libros, mayormente los pergaminos (2 Timoteo 4:13). Pablo, hasta el último momento de su vida, fue un asiduo lector. Por eso Wesley dijo: Lean los libros más útiles, y háganlo regular y constantemente… si no leen ningún libro más que la Biblia, entonces habrán sobrepasado a San Pablo. Pasen toda la mañana en este trabajo a lo menos cinco horas de las veinticuatro. La obra de gracia moriría en una generación si los metodistas no fueran gente que lee. Ningún ministro llegará jamás al punto en que ya no necesite de la lectura.
Grandes escritores fueron enfáticos al respecto: William Barclay dice: Mientras más permita un hombre que su mente se vuelva floja, perezosa y mediocre, menos tendrá el Espíritu Santo que decirle. La predicación verdadera llega cuando el corazón amante y la mente disciplinada son puestos a la disposición del Espíritu Santo.
Karl Barth escribió: El predicador no tiene ningún derecho a depender del Espíritu Santo en los asuntos por los que él es responsable, sin hacer ningún esfuerzo personal.
Con toda modestia y sinceridad, tiene que trabajar y procurar presentar correctamente la palabra, aunque esté completamente consciente del hecho que sólo el Espíritu Santo puede enseñar acertadamente. Concuerda con la idea de que no podemos esperar la ayuda del Espíritu para enseñarnos lo que sólo la pereza y la indiferencia personal nos han impedido aprender. El obispo Kennedy dijo:
Los hombres que mueren mentalmente en el ministerio no son asesinados, cometen suicidio.
Otros testimonios contundentes al respecto, como el de Milo Arnold para quien el ministro debe siempre sorprenderse ante su realidad y no perder la curiosidad como fuente para profundizarse en su vocación.
Juan Wesley, en una carta que escribió en 1760 a Juan Trembathm le subrayó lo siguiente: Lo que te ha dañado sumamente en los tiempos pasados, y aún temo hasta hoy mismo, es la falta de lectura. Casi nunca he conocido a un predicador que leyera tan poco. Y quizás por haberla descuidado, habrás perdido el gusto por ella. Por esto no crece tu talento en predicar; es el mismo que fue hace siete años. Esta vivo, pero no profundo; tiene poca variedad; no hay extensión de pensamiento.
Sólo la lectura te puede suplir esto, con meditación y oración diaria. Tú te haces mucho daño por omitir esto. Nunca podrás ser un predicador profundo ni aún un cristiano completo sin ella… es para tu vida; no hay otra manera; si no, serás una persona frívola todos tus días y un predicador muy superficial.
C. H. Spurgeon que se caracterizó por ser autodidacta, les decía a sus estudiantes del colegio para ministros en Londres: Nunca tendremos grandes predicadores hasta que tengamos grandes teólogos. No podéis construir un buque de guerra de un arbusto silvestre, ni pueden ser formados de estudiantes superficiales los grandes predicadores que mueven el alma. Si quieren ser elocuentes, sean llenos de todo conocimiento, especialmente el conocimiento de Cristo Jesús Señor nuestro.
El profesor Bruce al escuchar predicar a Phillips Brooks dijo: La mayoría de los predicadores llevan al púlpito un balde o medio balde de la Palabra de Dios y la sacan con una bomba para la congregación; pero este hombre es una cañería maestra de agua conectada con la represa eterna de verdad, y un río de vida fluye por él por la gravitación celestial para refrescar las almas cansadas. No cabe duda que quién lee se cultiva; pero al hacerlo con disciplina se alcanza el mayor resultado. Una mente disciplinada es el precio para penetrar al mundo del saber, que está al alcance de todos a través de los libros.
Supongamos que hubiera una escuela donde el cuerpo de profesores para impartir las materias de tipo religioso fueran: Purkiser, John Stott, F. F. Bruce, Evis L. Carballosa, Merril C. Tenney, Benjamín B. Warfield, Alexander Hodge, A.B. Simpson, Richard Taylor, H. A. Ironside, Willard Taylor, Justo L. González, Pentecost, José M. Martínez, Chafer, Francisco La Cueva, Erich Sauer, Gresham Macher, Charles C. Ryrie, Ernesto Trenchard, Wesley, Lutero, Spurgeon. Y que además alternaran con Herodoto, Platón y Tomás De Aquino, Bacon y John Stuart, Mills, Aristóteles, Spinoza y Emmanuel Kant; Agustín, William James; Galileo y Newton; Darwin, Pasteur, Mendel, Eliot, Adam Smith, Carlos Marx, Marshall, Gilson, Leonardo Da Vinci y Freud.
¿Quién no quisiera asistir a esa escuela? Es posible imaginarse un cuerpo de profesores más extenso.
La buena noticia es que este colegio existe, no es utópico, el único requisito de admisión es adquirir la destreza, la disciplina, el hábito y el placer por la lectura de los buenos libros.
Concluimos con esta frase de reconocimiento que los poetas, científicos y grandes pensadores hacen al libro: Una vez que se hizo el mundo, yo vi al hombre hacer su primera fogata, su primera guerra y su primera ciudad. Yo conocí a reyes, héroes, mártires y traidores, y describí sus hazañas, sus sacrificios y sus errores. Todo lo que el hombre imaginó, creó, descubrió, inventó y destruyó durante siglos, yo lo vi y yo lo conté. Yo he hecho reír, llorar, amar y pensar al hombre, y le he ayudado a guardar su pasado, a planear su presente y a proyectar su futuro. Es que yo soy ese que tiene mil nombres… y sin embargo nada más tiene uno. Es que yo soy el libro. Este soy yo. Y es que cuando abrimos los libros sus páginas se transforman en velas y con ellas desplegadas podemos navegar a los rincones más lejanos de nuestro país, de nuestra historia, de la cultura en general, de la imaginación y del conocimiento; nos brinda la posibilidad de elegir entre diversas alternativas, y nos inculca actitudes y comportamientos frente a la vida. Como dice George Esteiner (ensayista) La lectura ejerce un extraño, un contundente señorío sobre nuestra imaginación y nuestros deseos, sobre nuestras ambiciones y nuestros sueños más secretos. Leer es conversar con otros. Un asiduo lector desatrofia su imaginación, el poder de concentración y abstracción, su capacidad de comprensión y reflexión. Un buen ministro es un buen lector y un buen lector tiene siempre abierto un buen libro.