Complacer al Creador y Salvador debe ser la mayor prioridad de todo creyente, y el concepto se acrecienta cuando se trata de un ministro.
Los que estamos dedicados al servicio de Jesucristo tenemos como máxima aspiración agradar a quien nos llamó y deseamos en aquel día escuchar de los labios del Todopoderoso esa invitación que leemos en la parábola de los talentos: Bien, buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré; entra en el gozo de tu señor (Mateo 25:21).
En el asunto de dar, como en todo, el ejemplo supremo es Dios mismo. Él nos amó tanto que, como lo expresa el apóstol Juan, nos dio a su Hijo (Juan 3:16). El Señor Jesús, por su parte, les prometió a sus discípulos que no los dejaría huérfanos; les dijo: Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre (Juan 14:16), así que nos dio al Espíritu Santo. El mismo evangelio registra las palabras del Maestro: Yo les he dado tu palabra… (Juan 17:14), nos ha dado su amor, su gracia, su misericordia; nos da la vida, nos prodiga protección, ayuda y mucho más. Es parte de su naturaleza el dar. Ahora es tiempo de preguntarnos: ¿Qué tan bueno soy yo para dar?
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Hoy no abordaremos todos los temas de dar que una buena mayordomía incluiría. Sólo transitaremos en esta sencilla reflexión sobre el asunto de dar nuestros recursos para la obra de Dios. Años atrás, nuestro Concilio no contaba con grandes cantidades financieras para aportar. Aun nuestros ejecutivos nacionales hacían sus viajes en tren y en autobús, y muchas veces se hospedaban en las casas de los hermanos debido a los bajos presupuestos que manejaban. Pero hoy su obra ha crecido y nuestras finanzas también se han incrementado.
Cuando su servidor comenzó en el ministerio hace 32 años, tal como ocurrió con otros tantos consiervos, fuimos al lugar donde Dios nos llamó sin esperanzas de que alguien nos ayudara financieramente, pero con una fe inquebrantable de que quien nos hizo el llamamiento nos sostendría y aquellas promesas de abrigo y sustento jamás serían quebrantadas. El primer año la membresía de nuestra congregación fue de tres adultos y un grupito de niños, al segundo año se añadieron cuatro adultos más y creció la iglesia infantil. Con todo, quiero asegurarle que nunca nos faltó algo que comer, y siempre tuvimos ropa para cubrirnos; Dios nos sostuvo.
En la siguiente etapa de nuestro ministerio, al Señor le plació llevarnos a pastorear una iglesia muy grande, cuyas finanzas eran muy fuertes. Ahí comencé a meditar en el asunto de dar: ¿acaso Dios estaba pensando sólo en que yo y mi familia prosperáramos económicamente? ¿o quería que esa prosperidad tuviera algunos otros propósitos en su obra? Con eso en mente mi familia y yo servimos los siguientes catorce años apoyando económicamente a obreros que comenzaban. Estos ministros fundaron en ese período once congregaciones, nueve en la misma ciudad y dos en medio de grupos étnicos. A la par comenzamos a apoyar en la preparación de misioneros en México y en el mundo.
Siempre recuerdo el inspirado poema de nuestro admirado hermano Juan Romero:
Una cosa he aprendido de mi Dios al caminar, que no le puedo ganar en el asunto de dar. Cuando él me da es que me quiere pedir, y cuando me pide es porque me va a dar. Una cosa he aprendido de mi Dios al caminar, que no le puedo ganar en el asunto de dar.
Quiero agradecer a cada ministro que en lo personal, y motivando a su congregación, han apoyado a través de los años a nuestros misioneros del Concilio. Como lo mencioné en el informe del año pasado, sus finanzas han hecho posible que almas fueran salvas, enfermos fueran sanados e iglesias se fundaran; asimismo, en otros casos obreros en las diferentes naciones se apoyaron para que la obra creciera en esas regiones del mundo. Todo esto no habría sucedido sin la generosidad mostrada por todos ustedes, siervos del Señor; de ahí la frase, misiones somos todos.
La obra misionera no caminaría sin el apoyo monetario de la iglesia asambleísta de México. Hechos 20:35 nos recuerda las palabras de nuestro Señor Jesucristo: Más bienaventurado es dar que recibir.
Estoy seguro que, sin importar el tamaño de la iglesia, podemos apoyar la obra misionera. El dar atrae la bendición sobre aquel que da. Aún recuerdo que, mientras pastoreábamos la pequeñísima iglesia en Zacatecas, cada jueves platicaba con mi esposa para sacar del presupuesto familiar el importe que necesitaba para viajar al día siguiente a un rancho donde le predicábamos a una naciente iglesia.
Era un viaje de unos cincuenta kilómetros. En ocasiones, cuando no teníamos recursos, lo hice en los camiones que surtían los refrescos. Pero a mí y a mi esposa jamás nos ha dolido dar, es una bienaventuranza para nosotros. Hoy Dios me ha permitido visitar más de veinticinco países; todo lo que es grande comenzó pequeño.
La exhortación de Cristo nos anima a dar, y nos ofrece que al cumplir con la dicha de dar el Señor nos dará mucho más abundantemente: Dad, y se os dará; medida buena, apretada, remecida y rebosando darán en vuestro regazo; porque con la misma medida con que medís, os volverán a medir (Lucas 6:38).
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Todos podemos dar de acuerdo a nuestras posibilidades, el que espera a tener mucho para comenzar a dar nunca alcanzará esa bendición. Cuando veo al profeta Elías pidiéndole a la viuda de Sarepta que le dé primero a él, y veo el respaldo de Dios para que el aceite de la vasija y la harina de la tinaja nunca escasearan, pienso en lo importante que es dar para la obra de Dios sin importar nada.
En el tema misionero, debemos meditar cómo hace dos siglos creyentes de otros países invirtieron sus recursos para que nosotros en México tuviéramos acceso a la bendita Palabra de Dios, y por consiguiente a la salvación. La historia registra que en 1827 un escocés llegó a México con el primer cargamento de Biblias y Nuevos Testamentos. Las iglesias europeas ofrendaron para el viaje, la impresión de la Escritura y el sostenimiento de este misionero. Posteriormente, miles de extranjeros ingresaron a nuestro país para ayudarnos a establecer el reino de Dios en nuestra amada patria. Hoy nos toca a nosotros los mexicanos; hoy es tiempo de dar de gracia lo que de gracia hemos recibido y enviar y sostener a nuestros enviados.
Estoy seguro que Dios se agradará de que demos para su obra. La iglesia a través de los siglos se ha hecho responsable de sostener a sus obreros. En lo cerca y en lo lejos los llamados necesitan de usted. Desde la trinchera donde el Señor lo tiene contribuya con la gran comisión de enviar obreros hasta lo último de la tierra. Siempre recuerde: Misiones se hace con los pies de los que van, con las rodillas de los que oran y con las manos de los que dan.