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lunes, enero 13, 2025
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UN PREDICADOR SIN SANTIDAD — Pbro. Gustavo García Grimaldo

Dios es santo. Todos los siervos de Dios saben que uno de los principales atributos de Dios es la santidad. Sin embargo, la imagen de un Dios santo suele ser muy difusa en el corazón de muchos hijos de Dios. El Nuevo Testamento emplea el término hagios, con el significado de consagración, separación o puestos aparte al servicio de Dios (Lucas 2:23).

Obviamente, significa que él no tolera el pecado, que no tiene comunión con las tinieblas. La santidad de Dios explica el hecho de que haya tenido que ofrecerse el Unigénito de Dios como ofrenda para expiar el pecado de los hombres.

Continuamente referimos que la santidad de Dios exige una forma de caminar y de servicio en sus hijos, y de cómo la santidad del Altísimo es resguardada por él mismo. Además de cómo Dios se santifica en sus siervos.

Se les olvidó que Dios es Santo

Nadab y Abiú pertenecían a una clase especial de israelitas: ellos eran hijos de Aarón, hermano de Moisés y sumo sacerdote. El mismo día que Aarón fue ungido, con toda la solemnidad que así lo ameritaba, también lo fueron sus cuatro hijos: Eleazar, Itamar, Nadab y Abiú.

El oficio de ellos era escogido. Aarón era el único que podía entrar al lugar santísimo una vez al año, en el día de la expiación; en tanto, sus hijos, eran los únicos que podían ministrar en el lugar santo. Ellos ministraban al Señor en las santas tareas que se realizaban en el lugar más santo de la tierra. Sin embargo, ellos no podían oficiar individualmente. No podían tomar la iniciativa por sí mismos. Habían sido llamados a ayudar a su padre en el servicio a Dios.

Primero, no debían contaminarse por los muertos. Segundo, debían ser santos en su cuerpo y en su vestimenta. No debían hacerse tonsuras en su cabeza, ni cortar la punta de su barba. Tercero, debían ser santos en su matrimonio. Para el sumo sacerdote, las exigencias eran mayores.

Un día Nadab y Abiú hicieron algo que rompió el orden en el santuario: ellos tomaron cada uno su incensario, pusieron en ellos fuego, sobre el fuego pusieron incienso y ofrecieron delante del Señor fuego extraño, que Dios nunca les mandó.

Entonces ocurrió algo trágico: fueron consumidos por el fuego del Señor. Acto seguido, el Señor dijo: En los que a mí se acercan me santificaré, y en presencia de todo el pueblo seré glorificado (10:3).

El Señor ordenó a Aarón que no hiciera duelo por sus hijos. Aunque Aarón los amaba, y como padre legítimamente hubiera querido guardar luto, no podía hacerlo. ¿La razón? El aceite de la unción estaba sobre él. Él no era una persona común, él había sido separado para Dios. La santidad implica separación.

Representando a Dios en santidad

Los estudiosos de la Biblia coinciden en afirmar que Nadab y Abiú ofrecieron fuego extraño porque estaban borrachos. Mientras el pueblo podía beber vino y sidra, los sacerdotes de Dios no podían hacerlo. Su función era delicada y debían estar perfectamente sobrios. Las instrucciones que Dios había dado acerca del servicio en el tabernáculo no admitían equivocación.

El vino y la sidra nos hablan del placer. Otros podían beber vino y sidra, pero ellos no, la gente que sirve al Señor está bajo un régimen especial, para poder distinguir entre lo santo y lo profano, entre lo inmundo y lo limpio. Ninguno puede representar bien a Dios si no se santifica a sí mismo. Nadie puede expresar la voluntad de Dios si mantiene una vida licenciosa. Cuanto mayor es el privilegio en el servicio, mayor es la responsabilidad. Debemos aprender a separarnos de lo inmundo y profano.

Dios no pasa desapercibido la santidad

Dios se santifica por medio del juicio. Nadab y Abiú fueron objeto del juicio inmediato de Dios, que se expresó en la muerte de ellos. Otras veces el Altísimo se santifica mediante la disciplina de sus siervos. Sea mediante el juicio y la muerte, sea mediante la disciplina, el nombre de Dios queda limpio del pecado de sus siervos, y es así santificado.

¿Cómo podría cometerse un pecado secreto, sin que venga la disciplina? ¿Podía Dios consentir en cubrir un pecado sólo porque ocurrió en lo íntimo? Dios ama la verdad y la santidad también allí (Salmos 51:6).

Infringiendo la santidad de Dios

Uzías fue uno de los grandes reyes de Israel y uno de los más prósperos, y en algunas ocasiones sabio en consejo. Pero en los últimos días de su largo reinado de 52 años contrajo una enfermedad que sufrió hasta su muerte: la lepra. Uzías llegó a hacerse muy famoso y, habiendo sido ayudado maravillosamente por Dios, llegó a hacerse poderoso. Más cuando ya era fuerte, su corazón se enalteció para su ruina; se enorgulleció tanto que cayó en la rebeldía contra Jehová su Dios, entrando en el templo de Jehová para quemar incienso en el altar del incienso (2 Crónicas 26:16).

Los sacerdotes no lograron disuadirlo, porque no aceptó el sabio consejo, se encendió en ira. Entonces, la mano del Señor vino sobre él en juicio y brotó inmediatamente la lepra en su frente, por lo que tuvieron que sacarlo apresuradamente del santuario.

Uzías fue leproso hasta su muerte. ¿Severo Dios? ¿Implacable? El pecado contra el santuario ofende la santidad de Dios en los que a él se acercan.

Ningún hombre debe servir a Dios si infringe sus normas, por muy grande que sea. Si lo hace, no dude que recibirá la sanción que corresponde al pecado.

Conclusión

Hay mucho servicio realizado delante de Dios con la fuerza de una mente muy despierta, de una voluntad muy férrea o de unos afectos muy vehementes. No sirven delante de él los recursos de la carne y de la sangre, tampoco los muchos dones naturales, si excluimos los recursos divinos. La santidad a Dios es lo que nos llevará a darle lo mejor de nuestro servicio.

A menos que nuestro ministerio sea aceptable a Dios, se enfrenta con la muerte. No la muerte física, como en el caso de Nadab, Abiú, pero sí la muerte espiritual, en un servicio incapaz de impartir la vida de Dios. El rey Uzías se arrogó lo que Dios había otorgado sólo a los sacerdotes. Así que Dios respondió inmediatamente con la lepra.

¡Que Dios nos abra los ojos para ver cuán abominable es servirle con la fuerza del hombre, con aquello que procede de la antigua creación, por muy buen aspecto que luzca! ¡Líbrenos el Señor de ministrarle cuando Él no nos ha llamado a hacerlo; y líbrenos el Señor, si es que somos llamados, de hacerlo con la energía natural! ¡Que Dios tenga misericordia de nosotros, y se agrade de nuestro servicio!

fuente Aviva 2014 – Edición 10
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