Cuando todavía no nos alumbraba la luz del evangelio de Jesucristo las navidades tenían un sabor agridulce en mi casa. La noche del 24 de diciembre mi mamá preparaba una cena y acudíamos todos a pasar un momento en familia. Nunca coincidíamos los nueve hijos, cada uno llegaba a distintas horas y apenas convivíamos unos con otros. Ya para las 9:00 de la noche comenzaba la retirada y para las 10:00 ya sólo quedaban mis padres. Los demás salíamos a las posadas y fiestas con los amigos, y en esos ambientes amanecíamos. La navidad era sinónimo de parrandas, bailes, aventuras y calle.
La iluminación de la gracia lo transformó todo. La primera navidad como creyente me resultó insípida, porque ya no tenía mis amistades anteriores y no tenía experiencia ni conocimiento para convivir con mi familia en un ambiente en el cual Jesucristo estaba ausente y la paz de Dios era desconocida. Cuando mis hermanos salieron por la noche, después de la cena, me quedé con mis padres en casa y fui a dormir temprano, pensando cómo la estaría pasando la raza. Se me hizo larguísimo el lapso hasta el amanecer. Ese día le pedí al Señor que me permitiera predicarle a mi familia y dar testimonio de Jesús en las siguientes navidades.
Paulatinamente fui tomando posición como servidor de Jesucristo en mi hogar. Empecé a testificar y predicar en la mesa y en las pláticas personales con mis hermanos y cuñados, sobrinos y amigos que nos acompañaban. Y pasado algún tiempo me animé a pedir a papá que me permitiera leer la Biblia y orar por la gente, por los que quisieran atender. Con cierta incomodidad e inseguridad mi padre autorizó, y mamá me apoyó. Me armé de valor y en el nombre del Señor me planté Biblia en mano en un lugar estratégico, alcé mi voz y pedí que escucharan lo que la Palabra de Dios decía sobre la navidad. Mis hermanos me oyeron con curiosidad y respeto. Algunos sostenían un vaso de vino en la mano y así observaban; unos pocos se mostraron indiferentes. Este fue el inicio de una nueva etapa en las celebraciones navideñas en familia.
Hasta el año pasado tenían un toque glorioso las navidades en la casa de mis padres. Entre 80 y 90 personas: padres, hijos, nietos y bisnietos, tíos y sobrinos, nos reuníamos para la cena del 24 de diciembre. Tamales, guisos, carne asada; café, té y ponche; postres y botanas en abundancia engalanaban la cocina de mi madre. Un grupo tras otro se sucedía en la mesa para tomar los alimentos y disfrutar de una amena plática con mis hermanos y hermanas, que por cierto “hablan hasta por los codos”, como dicen en tierras regias. Los abrazos y los besos se multiplican y el cariño fluye en un ambiente lleno de amor, cordialidad y alegría porque es la época en que nos vemos todos y convivimos sin prisa. Más tarde quebramos una piñata en la calle y se pone el ambiente superalegre. A cierta hora de la noche, más o menos por eso de las 10:00, mi hermana mayor marca el momento en que debemos escuchar la Palabra de Dios y orar juntos. Siempre me busca a mí y me da la indicación. Luego levanta su voz de mando para que todos dejen lo que estén haciendo y vengan a la sala, y guarden reverencia mientras adoramos al Salvador. Luego leemos un pasaje de los evangelios y oramos unidos, como una sola alma. Agradecemos al Creador que nos concedió la vida y la oportunidad de juntarnos con los seres amados en el calor del hogar, con la bendición del cielo y cada vez más llenos de fe y esperanza. Al final nos abrazamos y besamos intercambiando parabienes. Para este momento el lugar se llena de una gloria divina que satura el espíritu de cada uno
En el 2020 la navidad fue distinta. La pandemia del coronavirus se extendió y abarcó diciembre. Tuvimos que someternos a medidas de restricción en cuando al número de asistentes a una reunión, incluso familiar. Sólo pudimos estar 15 personas en la cena con mi mamá. Y se organizaron convivios en las casas de mis demás hermanos para no amontonarnos. Nos pusimos de acuerdo en que unos vendrían el 24 por la noche y otros el 25 a lo largo del día. Pensamos que iba a perder la mística especial de las celebraciones y que la bendición espiritual se reduciría. Pero al final no resultó así.
En noche buena, tomamos la cena las 15 personas que estuvimos en casa. Luego mi hermano Alejandro compartió un pasaje bíblico y un mensaje sobre el nacimiento de nuestro Salvador, y también oramos por los que no pudieron asistir. El 25 vimos a una familia tras otra llegar y pudimos saludar a todos en su momento. Por la tarde tomamos un tiempo para leer la Sagrada Escritura y tener un devocional con otro grupo. Así que en vez de un tiempo de adoración fueron dos. Cenas, abrazos, besos y cultos, todo se duplicó.
Una mirada retrospectiva nos permite observar que esencialmente nada hemos perdido con la pandemia. Tuvimos que hacer cambios estratégicos, planeación distinta; tomamos medidas de precaución y decisiones que nos incomodaron un tanto; no obstante, fluyó el amor, la fraternidad y la bendición de Dios en la familia. Ya nos dimos cuenta de que mientras la adoración, la gratitud y la gloria al Señor se mantengan, lo demás tiene arreglo. No sabemos la forma en que celebraremos la navidad en el 2021; pero estamos seguros de que el Espíritu Santo nos iluminará y dará las estrategias para compartir el mensaje de Jesucristo y una oración poderosa que arrope a los seres amados.