Y estas señales seguirán a los que creen (Marcos 16:17).
Hay poder, poder, sin igual poder, en Jesús… (Himnario de Gloria y Triunfo).
El Pentecostalismo siempre ha sostenido que las promesas del Señor, su provisión de poder y las señales que acompañan a aquellos que en obediencia plena a su Palabra llevan a cabo el mandato de predicar el evangelio, no eran solamente para los apóstoles, sino que se encuentran vigentes hoy para nosotros, de la misma manera que para los primeros que abrieron sus bocas llenos del Espíritu Santo proclamando el evangelio de salvación.
Muy pocos se atreverían a negar que las palabras de Cristo anteriores a nuestro texto se refieren a la generalidad de los creyentes, cuando el Señor dijo: Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura (Marcos16:15), pero curiosamente le asignan solamente a los apóstoles las señales que prosiguen en el mismo argumento (v. 17), claramente especificadas para todos los que creen. Esta doctrina, conocida como Cesacionismo, es la creencia de que los dones milagrosos de las lenguas y la sanidad ya han cesado; enseña que el fin de la era apostólica marcó el cese de los milagros asociados con esa época. La mayoría de los cesacionistas creen que, mientras que Dios puede y aún realiza milagros hoy en día, el Espíritu Santo ya no utiliza a individuos para llevar a cabo señales milagrosas.
Para muestra tenemos las notas que aparecen en los comentarios bíblicos de Matthew Henry y Ernesto Trenchard, que mencionan: Antes de formarse el canon del Nuevo Testamento y conocerse ampliamente los hechos de la vida y la muerte del Señor, los mensajeros que anunciaban el evangelio necesitaban “credenciales” cuando se presentaban ante los judíos y los paganos, anunciándoles la salvación en Cristo, y así el Señor les concedía que hiciesen milagros o “señales” que testificaban del poder de Dios que obraba por ellos para la bendición de los humiles… Los milagros durante el ministerio de los apóstoles se manifestaban en ciertas épocas… pero nunca se hacían normales.
En los primeros siglos de la iglesia los dones, las señales y los milagros estaban presentes, pero a medida que la iglesia fue creciendo en poder y autosuficiencia con el respaldo del Estado (desde Constantino en adelante), fue perdiendo poco a poco su confianza en lo sobrenatural y lo milagroso.
Juan Crisóstomo, por ejemplo, no negaba el ejercicio de los dones en la iglesia, pero sí dejaba en claro que tales carismas habían terminado hacía tiempo, incluso se preguntaba si la iglesia no debería de hacerse un análisis para explicar por qué ya no había manifestaciones que eran antes comunes en la vida de las iglesias.
Creo que es en la falta de consagración, en la carencia de santidad y en la falta de cumplimiento de la ordenanza básica de predicar el evangelio, donde se encuentra la razón por la cual se han perdido las señales y milagros apostólicos que deberían estar presentes en la vida de la Iglesia y que el movimiento pentecostal desde sus inicios felizmente ha recuperado en nombres como Smith Wigglesworth, John G. Lake y Maria Woodworth Etter, sin olvidar que en las Asambleas de Dios hemos sido también testigos, en nuestro histórico avance en esta nación, de la realidad de las señales y milagros, con hombres como Francisco Olazábal, Demetrio Bazán, Antonio Sánchez, Rubén Hernández, entre muchos otros.
Y a pesar del rechazo de algunos, las expresiones de los dones y señales en el marco pentecostal han sido siempre conforme a las pautas bíblicas y en el marco de la sana doctrina neotestamentaria.
El Espíritu Santo es el que durante estos veinte siglos ha hecho patente la obra del Calvario y ha ganado por Cristo todo lo que en Adán anteriormente se había perdido. El Espíritu Santo es una persona que nos ha bendecido de todo lo que el Señor dijo, y de todo lo que él es y tiene para nosotros.
El don del Espíritu significaba para los discípulos el poder sobrenatural que necesitaban para cumplir su gran encomienda de predicar el evangelio y hablar del Cristo vivo con señales y prodigios. No fue sólo el gozo emocional de ver a Jesús resucitado lo que los capacitó, lo más importante fue este nuevo poder para testificar, para sanar, para confrontar los poderes de las tinieblas y para soportar el rechazo.
La conclusión obvia es que el cristiano debe anhelar llenarse del Espíritu, que es el don de Dios para su Iglesia. Pablo Deiros comenta: El libro de los Hechos, presenta a los apóstoles como personas que salieron al cumplimiento de su misión equipadas con el Espí- ritu Santo. Fue esa participación activa del Espíritu la que constituye el protagonista principal de la primera expansión del cristianismo… Los agentes de esta tarea fueron personas preñadas del Espíritu Santo. Como señalara Tomás de Aquino, fueron personalidades penetradas y configuradas por el Espíritu Santo… El destacado historiador Kenneth S. Latourette llama la atención sobre este hecho, cuando afirma: “Los discípulos, como otros hombres y cristianos de todos los siglos, continuaban siendo humanos. Sin embargo, hubo en ellos un poder, una vida que les vino por medio de Jesús, el cual obraba una transformación moral y espiritual.
Aquel poder y aquella vida resultaron contagiosos”. Las Asambleas de Dios proclaman y proclamarán que Jesucristo es el mismo, que su Espíritu Santo es el mismo, que la misión sigue siendo la misma, y también, que el poder sigue siendo el mismo. Dichosa la iglesia que viva en esta plenitud y mover del Santo Espíritu en su dinámica y que pueda reclamar para sí lo que ya la Palabra le ha otorgado. Respaldemos a nuestro Superintendente General en su plan regulador, que busca fervientemente una vuelta a ese poder maravilloso ante el cual el propio infierno tiembla y que seamos todos capacitados y revestidos de poder para experimentar señales y milagros apostólicos que rompan cadenas y muestren a Jesucristo glorioso y a su iglesia triunfante ante cualquier oposición de los enemigos de la obra del Señor.