Aunque como tal la palabra orar aparece hasta Génesis 20:17, por cierto que en su forma más sublime, en un contexto de intercesión, pues Abraham oró a Dios por Abimelec y su casa, desde el inicio de la creación el hombre sostuvo comunión con Dios también por medio de palabras.
Es que la oración es en sí misma un estilo de vida que por necesidad implica la totalidad del ser humano.
La oración se deja ver en la forma de pensar, de sentir, de actuar. El creyente que se guarda en oración lo refleja en cada área de su vida. El ministro de oración resulta obvio en su forma de vivir y de servir.
Las razones se hallan en el Dios al que formulamos y elevamos nuestras oraciones. Es uno que nos busca a causa de su amor a la creación y a la humanidad. Él está cercano. Nos quiere a su lado, en la dulzura de su comunión. Habla con nosotros y nosotros hablamos con él, le oramos a él. Nunca en rezos redactados por otros, siempre en la espontaneidad de la oración. Las fórmulas rituales de pretensiones apotropaicas se hacen añicos frente al poder de un creyente de oración. No es rigidez, es plasticidad.
Así fue desde el Edén, aunque después con Enós se sugiera acaso una temprana renovación en la forma de la oración, quizá un protoavivamiento, vamos, algo debió ocurrir que trasladó la esencia de la oración, que es la invocación profunda, al ánimo ya no de la individualidad pero sí de la colectividad, de forma que el registro bíblico asienta: Entonces los hombres comenzaron a invocar el nombre de Jehová.
Entre el débil y frágil Enós, que tal sería el significado de su nombre, y la violencia del poderoso Lamec y de esa estirpe de grandes y gastados de sí mismos urbanistas, ganaderos, músicos, forjadores de herramientas de metal, ahora en nuestro tiempo profesiones del todo apropiadas pero que en ellos les significó la construcción de su propio Babel al autoerigirse como el todo de sus vidas, ya el eterno peso de gloria atraía a quienes sabían que lo esencial era dejarse atraer a la comunión con el Eterno, a la invocación de su nombre, a la vida de oración, pues.
Orar es para los débiles.
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Es para quienes se sepan vulnerables en el mundo. Es para quienes desdibujen su ego para permitir que en ellos sean forjados los eternos valores del cielo. Es para quienes se sientan solos, acaso incomprendidos. Es para aquellos que experimenten el vacío en su propia alma. Es para quienes emprendieron la batalla para regresar a casa derrotados. Es para quienes sus sueños se hayan convertido en nubes que el aire las cambia de forma y termina por arrastrar más allá de la vista. Es para los que mordieron el polvo, victimizados por esto o por aquello. Es para los que tan solo tienen memoria del nombre de Jehová nuestro Dios y por esa memoria nos levantamos, y estamos en pie.
El anhelo del que el Rey nos oiga en el día que lo invoquemos hace que entonces la fragilidad de nuestras palabras se tornen primero en susurro, más tarde en clamor y terminan en convicción divina. Entonces los débiles se levantan donde los fuertes se caen. Los vulnerables son revestidos con la armadura de Dios y se convierten en guerreros poderosos. Los desdibujados resultan ser llamados hijos de Dios. Los solos se sienten acompañados por los mensajeros del Señor. Los incomprendidos se saben escuchados. Los vacíos se vuelven llenos. Los derrotados dicen que todo lo pueden en Cristo que fortalece. Las nubes regresan y destilan bendición. El polvo se convierte en plataforma y las aparentes víctimas terminan por convertirse en vencedores.
En esas paradojas de la vida los fuertes en su propia conceptualización siguen confiando en sus fortalezas que los debilitan mientras que los débiles confían en la Fortaleza que los fortalece, por medio de la comunión, de la oración, de la emisión de palabras que captan la emoción, verbalizan el sentimiento, oralizan el deseo, resumen el anhelo en palabras de todos los tonos y los volúmenes posibles. Aun si con todo esto no lo logra expresar la intención, si la fuerza no alcanza para más, si las palabras se hacen insuficientes y rehuyen del pensamiento, entra esplenderoso en la escena el Paracleto que en ese lenguaje inigualable hace lo que nosotros no alcanzamos ni alcanzaremos a hacer, transmutándolo todo y discerniendo entonces que la oración no era lo que yo puedo hacer en Dios sino lo que Dios hace en y con nosotros.
El que no ora el diablo o lo mordisquea o lo devora, es una expresión que llama a hacerlo, que desafía a incrementarla, que sensibiliza a lo que está de por medio. Hay quienes han cedido el espacio al maligno; han capitulado en sus valores; han rendido la plaza. En mayor o menor grado. Entonces se dimensiona despojada de carácter volitivo para convertirse en artículo de primera necesidad de la fe. Deje de ser un si oras para venir a ser un cuando oréis. Es tan fundamental que se presupone en la gente de fe y adquiere una naturaleza de mandato: Orad sin cesar, a ejecutarse en forma intemporal: orando en todo tiempo.
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Entonces el reclamo getsemanita por la ausencia de la fuerza intercesora es por demás entendible: ¿Así que no habéis podido velar conmigo una hora? La derivación didáctica de ello surge casi por necesidad: Velad y orad, para que no entréis en tentación; el espíritu a la verdad está dispuesto, pero la carne es débil. Es en minúscula, el espíritu, porque es el nuestro, lo que nos acerca a Dios. Está presto de forma que aunque nuestra humanidad tiende al relajamiento de la exigencia nuestra responsabilidad nos convoca a permanecer en ello. El que vela no debe de dormir. El que vigila no debe de descuidarse. El que guarda no debe de perder. El que cuida la puerta no debe de abandonar su puesto. El que ora no debe de dejar de hacerlo. El que quiera llegar hasta el final no debe de dormirse en sus laureles.
Nunca, porque por la oración nuestra pequeñez dialoga con la infinitez del Maestro y nos equipa haciéndonos aceptables y fortalecidos y bendecidos.
En palabras de Stanislao Marino: Si tú hablas con Dios las cosas cambiarán, Orando; Cualquier necesidad Dios la resolverá, Orando; Descansar en el Señor, las penas mitigar, Orando; Bendita oración, yo puedo hablar con Dios, Orando. ¡Amén…!